Al acercarnos al arco rival, los espacios se acortan, las piernas contrarias proliferan y ganan en presencia, y el tiempo para decidir escarcea. El jugador, enhiesto, la cabeza en alto, otea y comprueba su inferioridad con respecto a la maraña humana rival. No hay tiempo, no sólo hay que decidir, sino que hay que ejecutar con mayor precisión y justeza en un espacio cada vez más exiguo. Aquí entra a jugar, aún más que la potencia física, la capacidad de “engaño”; traducido esto a recurso netamente deportivo: el amague. El amague es engaño, simulación que permite ganar tiempo para cerebrar diáfanamente y ejecutar con certeza. De esto último se infiere que, el amague, es la base y cimiento del elemento más desequilibrante del fútbol: el dribbling, gambeta, moña, regate, etc. Al engañar, el jugador gana en tiempo, limpia terreno y, en consecuencia, se genera la posibilidad de resolver con mayor justeza. Tiempo y espacio se ganan por el amague; el dribbling se encarga de demoler.
Amague por antonomasia
El dribbling, que en su momento supo ser un elemento asiduo y recurrente del juego, se ha visto vedado, casi que condenado a una excomunión, en un fútbol donde el despliegue y derroche de potencia física se torna en un factor decisivo y decisor. El jugador que corre, a diferencia del que se mueve, no piensa, sólo ejecuta: no cerebra, sólo acelera; no juega, sufre y se cansa. El frenesí y la vorágine han casi que aniquilado un factor fundamental a la hora de crear juego justo, preciso: la pausa. La pausa no es sólo un descenso de la velocidad de una maniobra, sino que también es engaño y es juego en equipo; juego en equipo porque permite incorporar nuevos hombres a la jugada, y en las mejores condiciones, desenganchados desde el fondo, lanzados en velocidad, con panorama, y listos para toparse con el balón de frente, y ganar metros; pero, principalmente, por la sorpresa. La pausa también permite ingresar en el juego lo imprevisto, lo impredecible, lo no-visto hasta ese momento, tanto por el jugador que posee el balón (éste intuye), como por aquel que desea quitárselo. En síntesis, la pausa es amague, engaño, ya que es otorgarle claridad al jugador, y, en consecuencia, otro sentido a una maniobra que parecía dirigirse en una dirección unívoca. Sin pausa, el fútbol se postra ante el choque y la fricción; y el dribbling se muere desangrado.
Juan Román Riquelme. La pausa encarnada en un futbolista: claridad y justeza
Juan Román Riquelme. La pausa encarnada en un futbolista: claridad y justeza
Jugar con todo el cuerpo
Un jugador acorralado necesita auxilio, pero no sólo de parte de sus compañeros, sino que también de su propio cuerpo. Un hamaque, un movimiento sutil del cuerpo, una frenada pisando el balón, pueden abrir una jugada, quebrar una maraña de piernas, y principalmente, otorgar oxígeno en forma de tiempo. El tiempo es el oxígeno del jugador, y el amague es el tanque que lo porta. Por más que los espacios se reduzcan, el jugador que tiene el balón siempre posee la iniciativa, siempre tiene consigo la posibilidad del engaño, de la simulación, y cuenta con el poder de hacer danzar al resto de los futbolistas al ritmo de su amague. La pelota es distracción, y cual una linterna en una habitación entregada a la oscuridad, el amague surge, con la potestad de atraer y repeler, de simular, para luego concretar. La distracción no es sólo diversión, sino que, fundamentalmente, ganancia de tiempo. Aquí entra en juego la capacidad técnica del futbolista, la cual esta delineada por las aptitudes motrices, la coordinación corporal y la sensibilidad para con la pelota que posea el jugador. El fútbol vuelve, como en toda situación decisiva, a condensarse en lo primigenio: el futbolista y su posibilidad para con la pelota. No sólo se juega con los pies, sino que con todo el cuerpo, y el amague tiene su basamento en este último. La cintura, como en el baile, es reina. Y el hamaque disloca caderas, en la cancha, y mandíbulas, en la tribuna.
Ariel Ortega. En su momento, fiel exponente del jugador visceral: hamaque, pique y freno, pisada. Derroche de amague corporal.
Ariel Ortega. En su momento, fiel exponente del jugador visceral: hamaque, pique y freno, pisada. Derroche de amague corporal.
Engaño a pies huérfanos
A pelota morosa o pisada; jugadores moviéndose, tapizando el campo. Cuando el jugador calza el freno, aplicando la pausa, el resto de sus compañeros deben aprovechar el campo, pero no de cualquier manera. El engaño debe estar presente, aun, en el movimiento sin balón, y de ninguna manera debe cejar. La pelota es el foco de atención, los jugadores, como las polillas con la bombilla incandescente, se embelesan con ella; en este momento, el jugador de pies huérfanos debe exprimir esta ventaja colateral e inexorable del juego. Inclusive, el futbolista sin balón, cuenta con la ventaja de no llevar el “lastre” de la pelota: sus movimientos no requieren la plástica no exenta de cuidado que debe tener el jugador detentor del útil, sino que simplemente puede entregarse a la vitalidad de sus músculos y capacidad motora, siempre contando con su ventaja fundamental: el tener la iniciativa. La iniciativa proporciona ese elemento fundamental para el juego ofensivo: tiempo, siendo éste el que procura el espacio. Y en su iniciativa, el futbolista debe arraigarse al amague: si pica, es para frenar; si frena, es, para de golpe, picar. El jugador sin balón multiplica sus posibles, y aunque la pelota no llegue, ese, su movimiento hipotéticamente fútil, opera como elemento de distracción. Ningún movimiento es inútil cuando el correr se cimienta en el engaño. Lo que es lo mismo que decir que el correr se supedita al cerebrar.
Explotar la urgencia
La pausa no enlentece, clarifica; el dribbling, siempre bien utilizado, no enlentece, limpia y demuele; el amague no enlentece, procura tiempo. El amague es engaño, hemos establecido, y, como tal, el componente fundamental de la maniobra ofensiva, al procurar tiempo, que a su vez imbuye claridad al jugador, que, finalmente, tiene la oportunidad de divisar espacio donde parecía no haberlo. Por esto mismo, donde haya menos espacio y tiempo, es donde más se debe apelar al engaño, al amague. Cuanto menos tiempo y espacio haya, significará que más cerca estaremos del arco rival, y, por esto mismo, más se acrecentará la ansiedad y urgencia, de éste, por quitarnos el balón. El amague encuentra su terreno más feraz y promisorio en la urgencia del rival; cuanto más angustiante sea su posición y situación, más propenso será a caer en la telaraña que hila el amague. Increíble, y paradójicamente, cuando el espacio y tiempo menguan, más sencillo resulta procurárselos. Y aquí debemos volver a algo axiomático: la capacidad técnica del futbolista; su manejo de la pelota; su capacidad para armarse, pensar y ejecutar en pocas milésimas; esto es lo realmente capital. El fútbol sufre el eterno retorno a lo prístino, y se trueca en jugar a la pelota.
Romario: serenidad y aplomo, aun en un mar de piernas contrarias. Siempre engañando; jamás sin tiempo.
Romario: serenidad y aplomo, aun en un mar de piernas contrarias. Siempre engañando; jamás sin tiempo.
Como hemos visto, la sapiencia y destreza a la hora de jugar la pelota, y utilizar el campo, toman preeminencia, más allá de cualquier cualidad y posibilidad netamente física. Y el engaño se vuelve el artificio más provechoso para el jugador, a la hora de asomarse al umbral del arco contrario. La sapiencia solapa la potencia; la pausa gambetea a la frenética corrida; el dribbling ningunea el choque; y el amague, bendito hacedor de fútbol, hace correr la pelota.
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